lunes, 14 de marzo de 2011

Los enanitos de mantequilla

Los enanitos de mantequilla son unos pequeños gnomos enanos, que habitan desde el principio del mundo dentro de nuestro cuerpo, principalmente en el cerebro, el corazón y el estómago. Por ejemplo, cuando deseamos recordar algo, el enanito de mantequilla encargado de la memoria sale corriendo a buscarlo en unos libros inmensos que se encuentran en la biblioteca de nuestros recuerdos. Esta es una biblioteca que puede estar muy limpia y ordenada o llena de telarañas. Después de encontrarlo, el enanito corre a decírnoslo en el oído. Si nos toca un enanito flojo, es cuando al tratar de recordar algo, frecuentemente decimos que lo tenemos en la "punta de la lengua". Si tenemos hambre y sentimos unos pinchazos en el estomago, no se trata de otra cosa que el tenedor del enanito de mantequilla al pinchamos por dentro. Los enanitos también ayudan a nuestra consciencia y algunos de ellos están especializados en asuntos de moral y buenas costumbres. Todos los enanitos de mantequilla son buenos y cuando nacemos tenemos muchos de ellos. En la medida en que crecemos y vamos perdiendo nuestra pureza y nuestra ingenuidad infantil, los enanitos nos van dejando. Nadie sabe a ciencia cierta a donde van cuando nos dejan, pero lo que todos saben es que nunca regresan. Un día, algunos enanitos, siete de ellos, decidieron contravenir una regla ancestral y salieron al mundo exterior. Una noche comenzaron a bajar silenciosamente por el oído de Juan, mientras dormía. Saltaban sobre la almohada y luego se descolgaban por la sábana hasta el piso. AI principio guardaron silencio pero luego gritaron de alegría. No sabían aun todas las sorpresas que les esperaban. Desde el primer momento notaron que las cosas no eran iguales afuera que adentro.

La gente actuaba muy distinto a como pensaba. Las cosas que decían no eran precisamente las que sentían. Lo que oían no era lo que entendían. Los pensamientos no se traducían fácilmente en hechos ni los sueños en realidad. Los enanitos estaban acostumbrados a la sinceridad y al lenguaje franco, no a las palabras de doble sentido. Por eso se sintieron aterrados cuando escucharon hablar a los políticos. Por más que buscaron en sus propias bibliotecas de recuerdos, no lograron comprender su idioma. Los enanitos ya se habían dado cuenta que el principal problema de nuestra sociedad era la comunicación, porque se encuentra IIena de ruidos. Algunos, puestos por nosotros mismos, producto de nuestros complejos, prejuicios y malformaciones culturales. Otros, puestos por los demás, producto también de sus complejos, prejuicios y malformaciones culturales. Y, los más graves, producto de nuestra propia incapacidad de mirar hacia adentro. Los enanitos de mantequilla empezaron, poco a poco, a perder su alegría. No era fácil para ellos comprender que ya los seres humanos no respetaban ni siquiera su propia palabra y que la lealtad había sido reemplazada por otra llamada “millardo”. La fuerza de los humanos siempre había estado en relación directa con sus convicciones y ahora a algunos los veían débiles y a otros encorvados. AI amanecer los enanitos iniciaron deprimidos su regreso hacia el oído de Juan. En ese instante, el pequeño hijo de Juan se despertaba en su cuna y sus pequeños ojos vieron a los enanitos. Les sonrió, como solo los niños saben hacerlo. Uno por uno, los enanitos de mantequilla recuperaron su alegría y Ie IIevaron al corazón de Juan la esperanza de los que empiezan a vivir para que pudiera comenzar de nuevo.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La calle del realismo mágico

La calle era larga como las calles llaneras, pero estrecha como las calles coloniales. Las aceras no merecían el nombre de aceras porque eran más bien salientes irregulares y discontinuos. EI piso de la calle estaba empedrado. Eran piedras que databan de muchos años atrás pero que en algunos sitios habían sido sustituidas por parches de cemento y en otros dejaban ver la tierra color ocre que era característica de la región. Las casas estaban pintadas en honor al arco iris, haciendo alarde de una policromía picassiana producto de la imaginación de la anciana más anciana del pueblo. La electricidad nunca llegó; por lo que el atardecer, entremezclado el sol con las luces de las velas dentro de las casas coloridas, Ie confería a la imagen las características surrealistas que indicaban la libertad del pensamiento inconformista. La calle era un reflejo de la idiosincrasia del pueblo, aunque este era inconformista sólo por dentro y no se rebelaba ante la injusticia. Había un total de noventa y nueve casas. Sólo una de ellas estaba vacía. Pertenecía a un viejo sacerdote que se mudó a España cuando Ie llegó el ocaso, aunque nunca llegó a vivir allí. Quienes vivieron fueron unos que más tarde huyeron amparados por la magia del atardecer, para no responder por el mal uso del dinero de los habitantes de la calle. Ellos fueron los últimos. Antes habían vivido otros que también hicieron creer al pueblo que eran honestos y solo eran farsantes. La casa no tuvo suerte, siempre alojó rufianes. Ahora estaba vacía; aunque tal vez no por mucho tiempo, porque el mal nunca se extingue. Todas las casas se comunicaban por dentro, por lo que a veces nadie caminaba por la calle sino por dentro de las casas. En los patios generalmente había ropa colgada en las cuerdas y los que caminaban por dentro podían ver los blúmeres de las señoras y de las señoritas goteando agua bendita. Los que caminaban por fuera admiraban la coloreada fachada de las casas. En la casa número noventa y ocho se alojaban siete mujeres, seis de piel bronceada y una negra que no necesitaba broncearse, todas de pechos altos, cintura de avispa y ombligo al aire, nalgas redondas y piernas largas. AI precio justo eran la delicia de los visitantes de la calle y de más de uno de sus habitantes casados o solteros. Los que caminaban por dentro miraban a escondidas y evitaban pasar allí mientras que los que caminaban por fuera entraban. AI frente, al lado de la única que estaba vacía, quedaba la casa numero noventa y siete. Allí vivían los Hijos de Dios, un grupo de rezagados de los años sesenta que combinaba la música de Jimmy Hendrix con postulados evangélicos y el amor libre sin preservativos. Sus vecinos, en la casa número noventa y cinco, eran unos hombres sin sombra que habían optado por abandonar la ciudad cuando sus sombras se sublevaron y decidieron tomar el poder. Nunca salían a la calle para que sus habitantes no se dieran cuenta de que no tenían sombra. Pero eso todos lo sabían. Así era la calle, no guardaba secretos de nadie pero lo aparentaba. AI frente, tal vez un poquito a la izquierda, vivía un pichón de escritor. Adolescente de las letras pero anciano de la vida. Lo veían al atardecer buscando la inspiración que nunca llegaba para escribir su novela. Todo terminaba en cuentos como que si fuese un eyaculador precoz de la escritura. Cada casa tiene su historia, su propia novela, su propio cuento. La calle era como la vida, que aunque esté en pedazos, estos continúan unidos por un fino hilo de plata que la superpone al tiempo y al espacio. La calle era larga como las calles llaneras, pero estrecha como las calles coloniales. Las aceras no merecían el nombre de aceras porque eran más bien salientes irregulares y discontinuos.

lunes, 28 de septiembre de 2009

El precio de la mentira

¿Quién da más? Un millón de doblones de oro a la una. Un millón de doblones de oro a las dos. Un millón de doblones de oro a las tres. Vendida al señor de traje blanco y sombrero negro! Tres golpes secos del mazo del subastador sobre la madera de origen africano, sellaron el compromiso. Era la última mentira que había sido subastada ese día, pero era la que este hombre había estado buscando durante los últimos años de su vida. Solo él sabía que esa era su última mentira y que tenía que hacerla suya para poder cerrar el círculo vicioso. Vivió con la verdad los primeros años. Eso Ie permitió conocer el valor real de la mentira. Cuando el hombre del traje blanco escuchó que había obtenido lo que quería, sintió el correr de una gota de sudor por su espalda, dirigiéndose presurosa hacia la parte más oscura de su cuerpo, en un vano intento por devolverle la calma perdida años atrás, cuando comenzó a vivir en la mentira. EI hombre llevaba además una corbata negra de lunares blancos pequeños y un pañuelo que Ie hacía juego a la corbata, sobresalía descuidadamente del bolsillo del paltó. Sus zapatos también eran blancos, de patente, como los que usan los que mienten. Sus pantalones ajustados se ensanchaban un poco después de la rodilla, como los usaba la gente de los sesentas. Todo comenzó cuando tenía doce años. Había decidido no entrar al Colegio e irse con sus amigos a jugar en las máquinas traganíqueles. EI sitio donde se encontraban las máquinas era en realidad un centro de distribución de drogas. Allí captaban a los estudiantes y los convertían en consumidores. Luego en distribuidores. Así se fumó sus primeros cigarrillos y consumió sus primeras drogas. La fantasía era mejor que la realidad, simplemente porque podía cambiarla; por eso se hizo adicto a las drogas y a la fantasía. Esa noche tuvo que decir su primera mentira. Estando en el lugar se produjo un allanamiento y lo llevaron detenido. Logró engañar a la policía y se hizo pasar por hermano de uno de sus compañeros. Adujo que había extraviado sus documentos de identidad. Cuando el padre de su amigo llegó, los rescató a ambos, en silencio, sin preguntas, el también consumía. Así pudo ocultarle el incidente a sus padres verdaderos, quienes nunca supieron la verdad de lo que había sucedido esa noche, ni las siguientes noches. Porque después de la primera mentira viene la segunda y así sucesivamente. Es un círculo vicioso. No hay forma de saber cuándo será la última, porque cada vez te comprometes más. Llega un momento en que la verdad y la mentira se solapan formando un tercer mundo completamente diferente, lleno de fantasía. En ese mundo cualquier cosa puede suceder. Algunos se defienden diciendo que no es tan censurable ser mentiroso y que todo depende de la gravedad de la mentira. Hay mentiras blancas, las demás son sólo y simplemente mentiras. En el mundo de la mentira las regaderas no echan agua, echan mierda. ¿Quién da más? Un millón de doblones de oro a la una. Un millón de doblones de oro a las dos. Un millón de doblones de oro a las tres. Vendida al señor de traje blanco y sombrero negro. Tres golpes secos del mazo del subastador sobre la madera de origen africano, sellaron el compromiso. Era la última mentira que había sido subastada ese día, pero era la que este hombre había estado buscando durante los últimos anos de su vida.

domingo, 6 de septiembre de 2009

El olor a ponsigué

Juan mataba su fastidio de ese día paseando sus ojos por los estantes de libros desordenados que él orgullosamente llamaba su "biblioteca" y que no era más que un mueble metálico armable lleno de libros mal puestos que por su peso fuera de balance ya lo hacían inclinar peligrosamente hacia un lado. Después de pasar varias veces su mirada por todos ellos y de recordar miles de cosas con cada título que leía, se decidió a tomar "EI General en su laberinto" de Gabriel García Márquez. Le quitó el polvo de meses. AI abrirlo y ver que tenía unas páginas separadas con la contratapa, se dio cuenta que no lo había terminado de leer, a pesar de que hacía bastante tiempo que lo había comprado. Juan era así, empezaba algo y luego no lo terminaba. Por eso sabía mucho de muchas cosas y era bueno en todas las actividades que desarrollaba pero no tanto como lo pudo haber sido de haberse dedicado sólo a una de ellas. En las páginas que Ie faltaban por leer, García Márquez contaba a su manera los últimos días del Libertador. Juan siempre había admirado la facilidad con la que el insigne escritor colombiano penetraba en los sentimientos y los pensamientos de sus personajes. Especialmente en esta novela apegada a la realidad histórica. Con un placer que Ie recordaba el que tuvo cuando leyó "EI amor en los tiempos del cólera", Juan continuó adentrándose en las páginas y en la oscuridad de la noche de Santa Marta. A lo lejos veía el reflejo de la luz de una vela a través de una ventana y decidió acercarse a ella. Continuó caminando guiado por la luz y por un olor extraño, parecido al del ponsigué, que emanaba de la casa. Sus pasos no se oían, pero Juan no sabía si era que no pisaba el suelo o que simplemente no podía oír. La noche y el brusco cambio de realidad lo confundían. Cuando llegó a la ventana miró de inmediato hacia el interior. Su corazón palpitaba aceleradamente. La posibilidad de viajar hacia el pasado siempre lo había emocionado. Sus ojos buscaban ansiosos, entre las sombras. Y allí lo vio meciéndose suavemente en la hamaca. No como decían los libros de historia, que tal vez lo desfiguraban, sino como había sido de verdad, o tal vez más flaco. O por lo menos como era ahora. Simón se volteo sin sobresalto y sin mediar palabra lo invitó a pasar. Te estaba esperando, Ie dijo. Juan aturdido no se dio cuenta que había atravesado la pared y que ya se encontraba sentado enfrente de él. A pesar de que estaba en el hueso, la fuerza de su mirada aun se sentía con vigor. En realidad a quien Simón esperaba era a la muerte. EI olor extraño, parecido al del ponsigué, era ahora más penetrante. Juan temblaba de la emoción y no podía creer que sus ojos estuvieran contemplando al Padre de la Patria en persona. Decenas de preguntas pasaban atropelladamente por su mente. ¿Por qué no se volvió a casar? ¿Por qué no tuvo hijos? ¿O los tuvo? ¿Por qué Ie cambio al General Santander la pena de muerte por destierro? ¿Qué diría si Ie contara como hemos manejado su herencia? ¿Qué deberíamos hacer para salir del atolladero donde nos encontramos? ¿Con quién podemos contar? ¿A quienes debemos eliminar? Juan pensaba pero no se atrevía a emitir palabra. La conversación se mantenía en silencio. Así continuó por horas. Juan recibía infinidad de respuestas telepáticas que se juntaban como en un círculo mágico. De su mirada comenzaran a salir unas luces, que giraban sin cesar en torno a su cabeza; como si de un santo se tratase. EI olor extraño, parecido al del ponsigué, era ahora más penetrante y a lo lejos se escuchaba una guitarra rasgada con una tristeza que sonaba a soledad.

jueves, 3 de septiembre de 2009

El negociador del último día

Las cartas estaban echadas. EI negociador se levantó lentamente de la mesa, como retrasando el momento del enfrentamiento. Revisó su lista de chequeo y todo estaba listo. Como siempre, sentía esa presión en la boca del estómago. Se había paseado por diversas alternativas y estaba seguro que había analizado todos los escenarios posibles, pero aún así, cuando llegaba el momento, el miedo Ie atacaba. Era miedo escénico o era miedo a sí mismo, no lo sabía. Lo habían acostumbrado a exigirse mucho y Ie afectaba profundamente saber que tal vez no era el mejor. EI estómago era el primero en enterarse de la llegada del miedo. No podía dejar que los otros lo supieran o lo utilizarían en su contra. Es como ocurre con los perros, nos ladran para asustamos y entonces nos atacan cuando huelen nuestro sudor impregnado del olor del miedo. Ellos son capaces de eso. EI miedo huele a agua de arroz con un dejo de trementina; o a baldosa de baño sucia, en realidad puede oler a cualquier cosa, porque depende de lo que coma el que lo siente. Ahora, el que azuza al perro no debe temerle a la mordedura. EI negociador sabia que él lo había empezado. Una vez más revisó mentalmente las tres grandes variables: tiempo, información y poder. En todas, su posición era desventajosa y debía moverse inteligentemente si quería tener éxito. Su contraparte en la negociación podía esperar el tiempo que quisiera, mientras que él no. A él le quedaba poco tiempo. De hecho este era su peor enemigo, porque el tiempo no espera a nadie. Tampoco tenía toda la información que necesitaba, Ie faltó tiempo para conseguirla. Su poder radicaba en el hecho de que su fama de negociador implacable había trascendido los límites geográficos de su país. Pero hasta esto actuaba en su contra, porque significaba que con seguridad su adversario se habría preparado exhaustivamente. En realidad, podía tener poder y ser fuerte, en la medida que su propia convicción y la cantidad de fe en sí mismo se lo proporcionaran. Respiró profundamente, tratando de que el aire Ie llegara directo al cerebro, eso Ie ayudaría a disminuir su angustia y a ver las cosas positivamente. EI que cree que no puede tiene tanta razón como el que cree que puede. Llegó al sitio previsto de noche, con varias horas de anticipación a la luz del alba, de manera de poder estudiar con calma el escenario de los futuros acontecimientos. Debía asegurarse que su posición fuese cómoda, que la luminosidad fuese la adecuada. Volvió a revisar, esta vez con más cuidado, su lista de chequeo. Repaso su estrategia cuidadosamente. No podía dejar ningún detalle al azar, porque a veces, en la gran ruleta de la vida, el destino no está de nuestro lado. Además, cuando dos destinos se cruzan, seguramente el más fuerte arrastra al otro. La espera, que habría de ser corta, había comenzado. Todo es más rápido cuando no se anhela. Ese tiempo Ie sirvió para recordar los más importantes momentos de su vida. También se dio cuenta que en realidad eran pocos o que tal vez no eran tan importantes como él lo había creído. Ahora ya las cartas estaban echadas. EI negociador se levantó lentamente de la mesa, como retrasando el momento del enfrentamiento. Revisó su lista de chequeo y todo estaba listo. Como siempre, sentía esa presión en la boca del estomago. Su contraparte había llegado a la hora exacta, al amanecer. Tenía el poder de la oscuridad sobre la luz; sabia todo sobre él, nada se Ie podía ocultar; su tiempo no tenia principio ni fin y había venido simplemente a llevárselo.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El falso maestro

Cuando comenzó a enseñar a los veinticinco años, no siendo ni siquiera graduado de sexto, lo hizo en un primer grado. Por eso tal vez nadie se dio cuenta que lo que decía no lo podía haber aprendido en una Escuela de Maestros de hoy, sino en la calle, en la escuela de la vida. Su clase comenzaba con un cuento de mendigos que convirtió en novela a fuerza de añadirle capítulos. Las enseñanzas se sucedían en base a la filosofía que se desprendía de una especie de refranero popular inventado por él. En ese refranero combinaba algunos dichos muy conocidos, pero a su manera; aunque no del todo carentes de sentido, como por ejemplo: muchacho barrigón no sube palo o camarón que se duerme diciéndole a morrocoy conchudo. Habían pasado más de treinta años y en estos días el era un tipo que pasaba largo de los cincuenta, pero que por ser canoso parecía tener muchos más. Ostentaba un gran bigote grisáceo en forma de cuernos de búfalo. Tampoco era que tenia apariencia de abuelo bonachón, ni de jugador de domino, ni de sombra de botiquín. Más bien era alto, huesudo, piel cobriza, de brazos y piernas largas. Y era simplemente un maestro. De aquellos que creen que aquel que escucha recuerda mejor lo que Ie dicen que él que lo dice. Enseñaba con soltura porque se sentía como pez en el agua. Nunca conoció de leyes, sólo de justicia; y de eso les hablaba a sus muchachos. Les hablo también de Simón, el mendigo, dibujándolo en el aire como él creía que había sido en su infancia. Estudioso y juguetón. Les hablo del honor y de la palabra. Les hizo ver que el compromiso de los hombres es lo que nos convierte en humanidad y permite que exista la historia. Les hablo de la patria sin referirse a ella como un pedazo de tierra. Fue mucho más allá. Les mostró que corremos el riesgo de dejar de ser nosotros mismos si permitimos que nos arrebaten nuestras raíces. Los puso a jugar con trompos y perinolas. Los convirtió en compadres de papelito. Les hizo saltar cuando se encontraban con una hilera de bachacos en su camino y a admirar a los pájaros fuera de las jaulas. Aprendieron a respetar la libertad. Comprendieron que el amor es el motor de la vida y que esta, con su ausencia, no es igual a la muerte. Aceptaron el final como un requisito para renacer. Le habló directamente a ese adulto que todos los niños llevamos por dentro y que nos esforzamos en esconder. Lograron sentir de nuevo la diferencia entre el día y la noche. Esa era una sensación perdida en la rutina. Así fue él en la escuela. Nunca echó mano de los libros de enseñanza porque nunca se graduó de maestro. Prefirió apelar a su corazón y a lo que había aprendido él de niño, que nunca dejo de ser. Cuando comenzó a enseñar a los veinticinco años, no siendo ni siquiera graduado de sexto, lo hizo en un primer grado. Por eso tal vez nadie se dio cuenta que lo que decía no lo podía haber aprendido en una Escuela de Maestros de hoy, sino en la calle, en la escuela de la vida.

Compadres de papelito

El canto del gallo anunciaba el amanecer. EI frío de la madrugada aún recorría cómodamente la cobija que se negaba a dejar la cálida piel de César Alexander. Los ojos, ya desacostumbrados a fuerza de vacaciones, se negaban a abrirse. Los ruidos de la cocina indicaban que ya era hora de levantarse. Era el momento en que los sueños se hacían más reales, combinando los deseos verdaderos con la imaginación de Morfeo. Esas imágenes que César Alexander manejaba a su antojo, hacían más placentero su despertar. Era el día de regresar a clases. EI último día, la Profesora les había hablado del valor de la "palabra de hombre". Les había dicho que en otros tiempos, esa expresión era mejor que un juramento. Los ayudó a comprender que quien cumple lo que promete, tiene ganado un puesto en el Paraíso. Por éso no se debe dar la palabra por algo que no sabemos si podemos cumplir. Así les explicó que funcionaban los "acuerdos de caballeros" desde la antigüedad. Ese día todos los niños la habían mirado asombrados y se habían quedado boquiabiertos. No podían creer que algo como eso existiera ¿O sea que ya no debían mentir nunca más? Ella los veía con sus ojos azules muy abiertos y sin abrir los labios negaba con suaves movimientos de su cabeza, que hacían que su rubio pelo se moviese como el agua de una lavadora. Acto seguido les pidió que escribieran en un papelito su nombre y que los niños, lo colocaran en una pequeña vasija de cerámica que utilizaba para colocar sus lápices y las niñas, en una pequeña bolsa de terciopelo que sacó de su cartera. La mayoría creyó que iban a jugar al amigo secreto, otros que eran para el intercambio de regalos. Movió repetidas veces la vasija y la bolsa de terciopelo, luego cada quien (las niñas en la vasija y los niños en la bolsa) retiró un papelito y todos permanecieron sentados sin abrirlo. Entonces les dijo: Ahora van a tener un compadre de papelito. Vean el nombre que les ha tocado y colóquense al lado de ese compañero. Cuando todos lo habían hecho, les mandó a tomarse por el dedo meñique. Repitan todos conmigo: "Compadre, compadre, por toda la vida, cuando vaya a tu casa no me mezquines ni el agua ni la comida". Así lo hicieron por tres veces. "Compadre, compadre, por toda la vida, cuando vaya a tu casa no me mezquines ni el agua ni la comida". Esas palabras han sido su juramento de apoyarse mutuamente, deben morir sin romperlo. Después de eso mandó a traer un ponche casero, galletas, torta de queso con ciruelas, quesillo, manzanas, peras, leche condensada, pastel de limón. La fiesta comenzó y los compadres bailaron. Fue muy divertido. Lo más importante es que los niños sintieron que tenían un compromiso y estaban decididos a cumplirlo. Muchos años pasaron y esos compadres de papelito jamás rompieron su juramento. Cuando uno caía, el otro lo levantaba. EI día en que la Profesora no despertó más, todos esos niños ahora adultos, se tomaron por el dedo meñique alrededor de su tumba para gritar, mirando hacia el cielo: "Compadre, compadre, por toda la vida, cuando vaya a tu casa no me mezquines ni el agua ni la comida".