Los enanitos de mantequilla son unos pequeños gnomos enanos, que habitan desde el principio del mundo dentro de nuestro cuerpo, principalmente en el cerebro, el corazón y el estómago. Por ejemplo, cuando deseamos recordar algo, el enanito de mantequilla encargado de la memoria sale corriendo a buscarlo en unos libros inmensos que se encuentran en la biblioteca de nuestros recuerdos. Esta es una biblioteca que puede estar muy limpia y ordenada o llena de telarañas. Después de encontrarlo, el enanito corre a decírnoslo en el oído. Si nos toca un enanito flojo, es cuando al tratar de recordar algo, frecuentemente decimos que lo tenemos en la "punta de la lengua". Si tenemos hambre y sentimos unos pinchazos en el estomago, no se trata de otra cosa que el tenedor del enanito de mantequilla al pinchamos por dentro. Los enanitos también ayudan a nuestra consciencia y algunos de ellos están especializados en asuntos de moral y buenas costumbres. Todos los enanitos de mantequilla son buenos y cuando nacemos tenemos muchos de ellos. En la medida en que crecemos y vamos perdiendo nuestra pureza y nuestra ingenuidad infantil, los enanitos nos van dejando. Nadie sabe a ciencia cierta a donde van cuando nos dejan, pero lo que todos saben es que nunca regresan. Un día, algunos enanitos, siete de ellos, decidieron contravenir una regla ancestral y salieron al mundo exterior. Una noche comenzaron a bajar silenciosamente por el oído de Juan, mientras dormía. Saltaban sobre la almohada y luego se descolgaban por la sábana hasta el piso. AI principio guardaron silencio pero luego gritaron de alegría. No sabían aun todas las sorpresas que les esperaban. Desde el primer momento notaron que las cosas no eran iguales afuera que adentro.
Cuentos rápidos que se hicieron cortos
Recopilación de artículos escritos por César Jara Soteldo
lunes, 14 de marzo de 2011
Los enanitos de mantequilla
lunes, 23 de noviembre de 2009
La calle del realismo mágico
lunes, 28 de septiembre de 2009
El precio de la mentira
domingo, 6 de septiembre de 2009
El olor a ponsigué
Juan mataba su fastidio de ese día paseando sus ojos por los estantes de libros desordenados que él orgullosamente llamaba su "biblioteca" y que no era más que un mueble metálico armable lleno de libros mal puestos que por su peso fuera de balance ya lo hacían inclinar peligrosamente hacia un lado. Después de pasar varias veces su mirada por todos ellos y de recordar miles de cosas con cada título que leía, se decidió a tomar "EI General en su laberinto" de Gabriel García Márquez. Le quitó el polvo de meses. AI abrirlo y ver que tenía unas páginas separadas con la contratapa, se dio cuenta que no lo había terminado de leer, a pesar de que hacía bastante tiempo que lo había comprado. Juan era así, empezaba algo y luego no lo terminaba. Por eso sabía mucho de muchas cosas y era bueno en todas las actividades que desarrollaba pero no tanto como lo pudo haber sido de haberse dedicado sólo a una de ellas. En las páginas que Ie faltaban por leer, García Márquez contaba a su manera los últimos días del Libertador. Juan siempre había admirado la facilidad con la que el insigne escritor colombiano penetraba en los sentimientos y los pensamientos de sus personajes. Especialmente en esta novela apegada a la realidad histórica. Con un placer que Ie recordaba el que tuvo cuando leyó "EI amor en los tiempos del cólera", Juan continuó adentrándose en las páginas y en la oscuridad de la noche de Santa Marta. A lo lejos veía el reflejo de la luz de una vela a través de una ventana y decidió acercarse a ella. Continuó caminando guiado por la luz y por un olor extraño, parecido al del ponsigué, que emanaba de la casa. Sus pasos no se oían, pero Juan no sabía si era que no pisaba el suelo o que simplemente no podía oír. La noche y el brusco cambio de realidad lo confundían. Cuando llegó a la ventana miró de inmediato hacia el interior. Su corazón palpitaba aceleradamente. La posibilidad de viajar hacia el pasado siempre lo había emocionado. Sus ojos buscaban ansiosos, entre las sombras. Y allí lo vio meciéndose suavemente en la hamaca. No como decían los libros de historia, que tal vez lo desfiguraban, sino como había sido de verdad, o tal vez más flaco. O por lo menos como era ahora. Simón se volteo sin sobresalto y sin mediar palabra lo invitó a pasar. Te estaba esperando, Ie dijo. Juan aturdido no se dio cuenta que había atravesado la pared y que ya se encontraba sentado enfrente de él. A pesar de que estaba en el hueso, la fuerza de su mirada aun se sentía con vigor. En realidad a quien Simón esperaba era a la muerte. EI olor extraño, parecido al del ponsigué, era ahora más penetrante. Juan temblaba de la emoción y no podía creer que sus ojos estuvieran contemplando al Padre de la Patria en persona. Decenas de preguntas pasaban atropelladamente por su mente. ¿Por qué no se volvió a casar? ¿Por qué no tuvo hijos? ¿O los tuvo? ¿Por qué Ie cambio al General Santander la pena de muerte por destierro? ¿Qué diría si Ie contara como hemos manejado su herencia? ¿Qué deberíamos hacer para salir del atolladero donde nos encontramos? ¿Con quién podemos contar? ¿A quienes debemos eliminar? Juan pensaba pero no se atrevía a emitir palabra. La conversación se mantenía en silencio. Así continuó por horas. Juan recibía infinidad de respuestas telepáticas que se juntaban como en un círculo mágico. De su mirada comenzaran a salir unas luces, que giraban sin cesar en torno a su cabeza; como si de un santo se tratase. EI olor extraño, parecido al del ponsigué, era ahora más penetrante y a lo lejos se escuchaba una guitarra rasgada con una tristeza que sonaba a soledad.
jueves, 3 de septiembre de 2009
El negociador del último día
Las cartas estaban echadas. EI negociador se levantó lentamente de la mesa, como retrasando el momento del enfrentamiento. Revisó su lista de chequeo y todo estaba listo. Como siempre, sentía esa presión en la boca del estómago. Se había paseado por diversas alternativas y estaba seguro que había analizado todos los escenarios posibles, pero aún así, cuando llegaba el momento, el miedo Ie atacaba. Era miedo escénico o era miedo a sí mismo, no lo sabía. Lo habían acostumbrado a exigirse mucho y Ie afectaba profundamente saber que tal vez no era el mejor. EI estómago era el primero en enterarse de la llegada del miedo. No podía dejar que los otros lo supieran o lo utilizarían en su contra. Es como ocurre con los perros, nos ladran para asustamos y entonces nos atacan cuando huelen nuestro sudor impregnado del olor del miedo. Ellos son capaces de eso. EI miedo huele a agua de arroz con un dejo de trementina; o a baldosa de baño sucia, en realidad puede oler a cualquier cosa, porque depende de lo que coma el que lo siente. Ahora, el que azuza al perro no debe temerle a la mordedura. EI negociador sabia que él lo había empezado. Una vez más revisó mentalmente las tres grandes variables: tiempo, información y poder. En todas, su posición era desventajosa y debía moverse inteligentemente si quería tener éxito. Su contraparte en la negociación podía esperar el tiempo que quisiera, mientras que él no. A él le quedaba poco tiempo. De hecho este era su peor enemigo, porque el tiempo no espera a nadie. Tampoco tenía toda la información que necesitaba, Ie faltó tiempo para conseguirla. Su poder radicaba en el hecho de que su fama de negociador implacable había trascendido los límites geográficos de su país. Pero hasta esto actuaba en su contra, porque significaba que con seguridad su adversario se habría preparado exhaustivamente. En realidad, podía tener poder y ser fuerte, en la medida que su propia convicción y la cantidad de fe en sí mismo se lo proporcionaran. Respiró profundamente, tratando de que el aire Ie llegara directo al cerebro, eso Ie ayudaría a disminuir su angustia y a ver las cosas positivamente. EI que cree que no puede tiene tanta razón como el que cree que puede. Llegó al sitio previsto de noche, con varias horas de anticipación a la luz del alba, de manera de poder estudiar con calma el escenario de los futuros acontecimientos. Debía asegurarse que su posición fuese cómoda, que la luminosidad fuese la adecuada. Volvió a revisar, esta vez con más cuidado, su lista de chequeo. Repaso su estrategia cuidadosamente. No podía dejar ningún detalle al azar, porque a veces, en la gran ruleta de la vida, el destino no está de nuestro lado. Además, cuando dos destinos se cruzan, seguramente el más fuerte arrastra al otro. La espera, que habría de ser corta, había comenzado. Todo es más rápido cuando no se anhela. Ese tiempo Ie sirvió para recordar los más importantes momentos de su vida. También se dio cuenta que en realidad eran pocos o que tal vez no eran tan importantes como él lo había creído. Ahora ya las cartas estaban echadas. EI negociador se levantó lentamente de la mesa, como retrasando el momento del enfrentamiento. Revisó su lista de chequeo y todo estaba listo. Como siempre, sentía esa presión en la boca del estomago. Su contraparte había llegado a la hora exacta, al amanecer. Tenía el poder de la oscuridad sobre la luz; sabia todo sobre él, nada se Ie podía ocultar; su tiempo no tenia principio ni fin y había venido simplemente a llevárselo.
miércoles, 2 de septiembre de 2009
El falso maestro
Cuando comenzó a enseñar a los veinticinco años, no siendo ni siquiera graduado de sexto, lo hizo en un primer grado. Por eso tal vez nadie se dio cuenta que lo que decía no lo podía haber aprendido en una Escuela de Maestros de hoy, sino en la calle, en la escuela de la vida. Su clase comenzaba con un cuento de mendigos que convirtió en novela a fuerza de añadirle capítulos. Las enseñanzas se sucedían en base a la filosofía que se desprendía de una especie de refranero popular inventado por él. En ese refranero combinaba algunos dichos muy conocidos, pero a su manera; aunque no del todo carentes de sentido, como por ejemplo: muchacho barrigón no sube palo o camarón que se duerme diciéndole a morrocoy conchudo. Habían pasado más de treinta años y en estos días el era un tipo que pasaba largo de los cincuenta, pero que por ser canoso parecía tener muchos más. Ostentaba un gran bigote grisáceo en forma de cuernos de búfalo. Tampoco era que tenia apariencia de abuelo bonachón, ni de jugador de domino, ni de sombra de botiquín. Más bien era alto, huesudo, piel cobriza, de brazos y piernas largas. Y era simplemente un maestro. De aquellos que creen que aquel que escucha recuerda mejor lo que Ie dicen que él que lo dice. Enseñaba con soltura porque se sentía como pez en el agua. Nunca conoció de leyes, sólo de justicia; y de eso les hablaba a sus muchachos. Les hablo también de Simón, el mendigo, dibujándolo en el aire como él creía que había sido en su infancia. Estudioso y juguetón. Les hablo del honor y de la palabra. Les hizo ver que el compromiso de los hombres es lo que nos convierte en humanidad y permite que exista la historia. Les hablo de la patria sin referirse a ella como un pedazo de tierra. Fue mucho más allá. Les mostró que corremos el riesgo de dejar de ser nosotros mismos si permitimos que nos arrebaten nuestras raíces. Los puso a jugar con trompos y perinolas. Los convirtió en compadres de papelito. Les hizo saltar cuando se encontraban con una hilera de bachacos en su camino y a admirar a los pájaros fuera de las jaulas. Aprendieron a respetar la libertad. Comprendieron que el amor es el motor de la vida y que esta, con su ausencia, no es igual a la muerte. Aceptaron el final como un requisito para renacer. Le habló directamente a ese adulto que todos los niños llevamos por dentro y que nos esforzamos en esconder. Lograron sentir de nuevo la diferencia entre el día y la noche. Esa era una sensación perdida en la rutina. Así fue él en la escuela. Nunca echó mano de los libros de enseñanza porque nunca se graduó de maestro. Prefirió apelar a su corazón y a lo que había aprendido él de niño, que nunca dejo de ser. Cuando comenzó a enseñar a los veinticinco años, no siendo ni siquiera graduado de sexto, lo hizo en un primer grado. Por eso tal vez nadie se dio cuenta que lo que decía no lo podía haber aprendido en una Escuela de Maestros de hoy, sino en la calle, en la escuela de la vida.
Compadres de papelito
El canto del gallo anunciaba el amanecer. EI frío de la madrugada aún recorría cómodamente la cobija que se negaba a dejar la cálida piel de César Alexander. Los ojos, ya desacostumbrados a fuerza de vacaciones, se negaban a abrirse. Los ruidos de la cocina indicaban que ya era hora de levantarse. Era el momento en que los sueños se hacían más reales, combinando los deseos verdaderos con la imaginación de Morfeo. Esas imágenes que César Alexander manejaba a su antojo, hacían más placentero su despertar. Era el día de regresar a clases. EI último día, la Profesora les había hablado del valor de la "palabra de hombre". Les había dicho que en otros tiempos, esa expresión era mejor que un juramento. Los ayudó a comprender que quien cumple lo que promete, tiene ganado un puesto en el Paraíso. Por éso no se debe dar la palabra por algo que no sabemos si podemos cumplir. Así les explicó que funcionaban los "acuerdos de caballeros" desde la antigüedad. Ese día todos los niños la habían mirado asombrados y se habían quedado boquiabiertos. No podían creer que algo como eso existiera ¿O sea que ya no debían mentir nunca más? Ella los veía con sus ojos azules muy abiertos y sin abrir los labios negaba con suaves movimientos de su cabeza, que hacían que su rubio pelo se moviese como el agua de una lavadora. Acto seguido les pidió que escribieran en un papelito su nombre y que los niños, lo colocaran en una pequeña vasija de cerámica que utilizaba para colocar sus lápices y las niñas, en una pequeña bolsa de terciopelo que sacó de su cartera. La mayoría creyó que iban a jugar al amigo secreto, otros que eran para el intercambio de regalos. Movió repetidas veces la vasija y la bolsa de terciopelo, luego cada quien (las niñas en la vasija y los niños en la bolsa) retiró un papelito y todos permanecieron sentados sin abrirlo. Entonces les dijo: Ahora van a tener un compadre de papelito. Vean el nombre que les ha tocado y colóquense al lado de ese compañero. Cuando todos lo habían hecho, les mandó a tomarse por el dedo meñique. Repitan todos conmigo: "Compadre, compadre, por toda la vida, cuando vaya a tu casa no me mezquines ni el agua ni la comida". Así lo hicieron por tres veces. "Compadre, compadre, por toda la vida, cuando vaya a tu casa no me mezquines ni el agua ni la comida". Esas palabras han sido su juramento de apoyarse mutuamente, deben morir sin romperlo. Después de eso mandó a traer un ponche casero, galletas, torta de queso con ciruelas, quesillo, manzanas, peras, leche condensada, pastel de limón. La fiesta comenzó y los compadres bailaron. Fue muy divertido. Lo más importante es que los niños sintieron que tenían un compromiso y estaban decididos a cumplirlo. Muchos años pasaron y esos compadres de papelito jamás rompieron su juramento. Cuando uno caía, el otro lo levantaba. EI día en que la Profesora no despertó más, todos esos niños ahora adultos, se tomaron por el dedo meñique alrededor de su tumba para gritar, mirando hacia el cielo: "Compadre, compadre, por toda la vida, cuando vaya a tu casa no me mezquines ni el agua ni la comida".