lunes, 23 de noviembre de 2009

La calle del realismo mágico

La calle era larga como las calles llaneras, pero estrecha como las calles coloniales. Las aceras no merecían el nombre de aceras porque eran más bien salientes irregulares y discontinuos. EI piso de la calle estaba empedrado. Eran piedras que databan de muchos años atrás pero que en algunos sitios habían sido sustituidas por parches de cemento y en otros dejaban ver la tierra color ocre que era característica de la región. Las casas estaban pintadas en honor al arco iris, haciendo alarde de una policromía picassiana producto de la imaginación de la anciana más anciana del pueblo. La electricidad nunca llegó; por lo que el atardecer, entremezclado el sol con las luces de las velas dentro de las casas coloridas, Ie confería a la imagen las características surrealistas que indicaban la libertad del pensamiento inconformista. La calle era un reflejo de la idiosincrasia del pueblo, aunque este era inconformista sólo por dentro y no se rebelaba ante la injusticia. Había un total de noventa y nueve casas. Sólo una de ellas estaba vacía. Pertenecía a un viejo sacerdote que se mudó a España cuando Ie llegó el ocaso, aunque nunca llegó a vivir allí. Quienes vivieron fueron unos que más tarde huyeron amparados por la magia del atardecer, para no responder por el mal uso del dinero de los habitantes de la calle. Ellos fueron los últimos. Antes habían vivido otros que también hicieron creer al pueblo que eran honestos y solo eran farsantes. La casa no tuvo suerte, siempre alojó rufianes. Ahora estaba vacía; aunque tal vez no por mucho tiempo, porque el mal nunca se extingue. Todas las casas se comunicaban por dentro, por lo que a veces nadie caminaba por la calle sino por dentro de las casas. En los patios generalmente había ropa colgada en las cuerdas y los que caminaban por dentro podían ver los blúmeres de las señoras y de las señoritas goteando agua bendita. Los que caminaban por fuera admiraban la coloreada fachada de las casas. En la casa número noventa y ocho se alojaban siete mujeres, seis de piel bronceada y una negra que no necesitaba broncearse, todas de pechos altos, cintura de avispa y ombligo al aire, nalgas redondas y piernas largas. AI precio justo eran la delicia de los visitantes de la calle y de más de uno de sus habitantes casados o solteros. Los que caminaban por dentro miraban a escondidas y evitaban pasar allí mientras que los que caminaban por fuera entraban. AI frente, al lado de la única que estaba vacía, quedaba la casa numero noventa y siete. Allí vivían los Hijos de Dios, un grupo de rezagados de los años sesenta que combinaba la música de Jimmy Hendrix con postulados evangélicos y el amor libre sin preservativos. Sus vecinos, en la casa número noventa y cinco, eran unos hombres sin sombra que habían optado por abandonar la ciudad cuando sus sombras se sublevaron y decidieron tomar el poder. Nunca salían a la calle para que sus habitantes no se dieran cuenta de que no tenían sombra. Pero eso todos lo sabían. Así era la calle, no guardaba secretos de nadie pero lo aparentaba. AI frente, tal vez un poquito a la izquierda, vivía un pichón de escritor. Adolescente de las letras pero anciano de la vida. Lo veían al atardecer buscando la inspiración que nunca llegaba para escribir su novela. Todo terminaba en cuentos como que si fuese un eyaculador precoz de la escritura. Cada casa tiene su historia, su propia novela, su propio cuento. La calle era como la vida, que aunque esté en pedazos, estos continúan unidos por un fino hilo de plata que la superpone al tiempo y al espacio. La calle era larga como las calles llaneras, pero estrecha como las calles coloniales. Las aceras no merecían el nombre de aceras porque eran más bien salientes irregulares y discontinuos.

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