miércoles, 2 de septiembre de 2009

El falso maestro

Cuando comenzó a enseñar a los veinticinco años, no siendo ni siquiera graduado de sexto, lo hizo en un primer grado. Por eso tal vez nadie se dio cuenta que lo que decía no lo podía haber aprendido en una Escuela de Maestros de hoy, sino en la calle, en la escuela de la vida. Su clase comenzaba con un cuento de mendigos que convirtió en novela a fuerza de añadirle capítulos. Las enseñanzas se sucedían en base a la filosofía que se desprendía de una especie de refranero popular inventado por él. En ese refranero combinaba algunos dichos muy conocidos, pero a su manera; aunque no del todo carentes de sentido, como por ejemplo: muchacho barrigón no sube palo o camarón que se duerme diciéndole a morrocoy conchudo. Habían pasado más de treinta años y en estos días el era un tipo que pasaba largo de los cincuenta, pero que por ser canoso parecía tener muchos más. Ostentaba un gran bigote grisáceo en forma de cuernos de búfalo. Tampoco era que tenia apariencia de abuelo bonachón, ni de jugador de domino, ni de sombra de botiquín. Más bien era alto, huesudo, piel cobriza, de brazos y piernas largas. Y era simplemente un maestro. De aquellos que creen que aquel que escucha recuerda mejor lo que Ie dicen que él que lo dice. Enseñaba con soltura porque se sentía como pez en el agua. Nunca conoció de leyes, sólo de justicia; y de eso les hablaba a sus muchachos. Les hablo también de Simón, el mendigo, dibujándolo en el aire como él creía que había sido en su infancia. Estudioso y juguetón. Les hablo del honor y de la palabra. Les hizo ver que el compromiso de los hombres es lo que nos convierte en humanidad y permite que exista la historia. Les hablo de la patria sin referirse a ella como un pedazo de tierra. Fue mucho más allá. Les mostró que corremos el riesgo de dejar de ser nosotros mismos si permitimos que nos arrebaten nuestras raíces. Los puso a jugar con trompos y perinolas. Los convirtió en compadres de papelito. Les hizo saltar cuando se encontraban con una hilera de bachacos en su camino y a admirar a los pájaros fuera de las jaulas. Aprendieron a respetar la libertad. Comprendieron que el amor es el motor de la vida y que esta, con su ausencia, no es igual a la muerte. Aceptaron el final como un requisito para renacer. Le habló directamente a ese adulto que todos los niños llevamos por dentro y que nos esforzamos en esconder. Lograron sentir de nuevo la diferencia entre el día y la noche. Esa era una sensación perdida en la rutina. Así fue él en la escuela. Nunca echó mano de los libros de enseñanza porque nunca se graduó de maestro. Prefirió apelar a su corazón y a lo que había aprendido él de niño, que nunca dejo de ser. Cuando comenzó a enseñar a los veinticinco años, no siendo ni siquiera graduado de sexto, lo hizo en un primer grado. Por eso tal vez nadie se dio cuenta que lo que decía no lo podía haber aprendido en una Escuela de Maestros de hoy, sino en la calle, en la escuela de la vida.

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